Monday, June 8, 2020

Juguete Habana


Jesús Rosado

El poeta e historiador Ramón Fernández Larrea me ha cedido gentilmente el acceso a esta imagen que laboriosamente rescató. Una fotografía que me remite a los años enanos de mis memorias. Yo chamaco con nueve o diez años. Consulado entre Trocadero y Ánimas. Ese es mi barrio.

Yo vivía en Industria 117, apenas a 250 metros del tramo. Hotel Lido, un oasis arquitectónico en una Centro Habana consumida por el desgaste. A lo largo de Consulado desde Neptuno hasta Prado 
se fueron levantando estos edificios cincuenteros. La Habana se rejuvenecía a su manera sin perturbar su trama esencial. En el Hotel Lido, aposento confortable y económico, si mi memoria no me falla se hospedaban, sobre todo, pilotos y aeromozas.

Justo antes de llegar a su puerta había una barbería. Una o dos entradas después, en la misma acera, estaban los cines jimaguas Majestic y Verdún. Son los cines de mi infancia y de mi adolescencia precoz. En uno de los dos, no recuerdo cual, me deslicé clandestinamente con fecha anticipada al primer filme que asistí apto para mayores de edad: Il sorpasso (La sorpresa) , dirigida por Dino Risi, protagonizada por Vittorio Gassman, Jean-Louis Trintignant y Catherine Spaak. Recuerdo que fuimos juntos mi primer gran amigo y yo: Joaquín Pelayo. Inflamos pecho, nos erguimos sobre la talla y logramos pasar.

Joaquín era hijo de Ricardo Pelayo. Familia mulata. Ricardo tenía un taller de reparación de radios en Industria 113. Melania, la hermana de Joaquín es una de las mulatas más bellas que he conocido en mi vida. Emigraron a finales de los sesenta hacia Estados Unidos, pero Joaquín se tuvo que quedar por la edad del servicio militar. Caricaturista por vocación tenía excelentes dotes para el dibujo y para la concepción de historietas. Todos le augurábamos un gran futuro en Estados Unidos. Pero cuando logó salir, apenas duró tres o cuatro años más. Se suicidó en un manicomio en Los Angeles.

Frente por frente al Lido estaba la pizzería Piccola Italia. Absorbida por el entramado centrohabanero, no era un sitio capitalino reconocido, sin embargo, era una de la mejores pizzerías gourmet que he conocido. Emplazamiento pequeño, si acaso diez mesas en planta y unas cinco en el mezzanine, la Piccola Italia brindaba una gastronomía y un servicio de primera clase. Recuerdos sus mesas cubiertas de blanquísimos manteles y las jarras sudando el agua fría. Mi difunta hermana siempre pedía canelones y yo, las lasagnas. Mi madre (mi padre ya estaba muy enfermo para esa época) ordenaba de complemento la pizza napolitana que se servía con ese olor a queso requemado que los cubanos identificamos como de buen gusto sobre la depurada  masa italiana con sus bordes sobretostados y crujientes.

A la Piccola Italia, puertas más allá, le seguía una juguera que entre sus principales ofertas alardeaba del guarapo fresco. Y llegando a Trocadero en la misma acera este nos encontrábamos con El Faro, una enorme ferretería super surtida que hacía esquina.

En la acera oeste, es decir enfrente, después de los cines. había una fotografía y taller de enmarcado llamado Picasso.

Situada en Consulado y Trocadero, si torcíamos a la izquierda nos encontrábamos en la acera norte a medianías del bloque, a La Bella Napoli, otra pizzería, ésta no gourmet, pero de precios muy económicos que tenían alta demanda en el barrio. Dos puertas después estaba la casa de Lezama Lima. Y justo frente por frente a la casa del escritor, solíamos jugar al taco.

Más de una vez lo vimos como nos observaba jugando. Había mucho cuerpo apolíneo involucrado en el juego y de todas las razas. Motivos había para que el ilustre se mantuviera mirando a través de la puerta entrecerrrada.

En la esquina norte de Trocadero e Industria que era la otra calle paralela que seguía a Consulado, habían intervenido una cafetería que le habían entregado a la familia de un oficial oriental del Ejército Rebelde para que la hiciera su vivienda. Ese es el primer testimonio que tengo de palestinaje en La Habana. En la vivienda reinventada vivían como catorce. Recuerdo que al chico del matrimonio, coétaneo con nosotros, lo llamábamos Muchi (apócope de Muchos) y lo sentábamos en la esquina noroeste de Industria y Trocadero a que vigilara a que la ruta 58 llegara a la esquina para enfilar por Trocadero hacia el oeste.

Muchi, puntualmente nos avisaba con un silbido. Entonces, los equipos del taco abandonábamos momentáneamente los utensilios de juego y nos enganchábamos a todos los salientes y al bumper trasero de la General Motors que doblaba en Industria con rumbo a Trocadero hacia el Vedado. Y antes de llegar a la calle Crespo había que soltar la guagua corriendo porque el chofer paraba y bajaba o con una fusta, un extinguidor o cualquier otro castigador en mano. Era la gran estampida, que incluía revolcones en el asfalto de los asaltantes y el destriparse de la risa.

En esa aventura, carrera de huida en medio, la adrenalina nos inflamaba de felicidad. Porque la vida entonces, en aquellos primeros años antes de la adultez del terror, se limitaba a eso. A disfrutar de la gran ciudad como si fuera un juguete entre manos adolescentes. Inocentes de la prolongada orfandad existencial que nos deparaba el destino político.

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