Jesús Rosado
La muerte, para algunos, es un simple tránsito a otro estatus de vida. Hay de por medio toda una serie de supuestos requisitos y discernimientos éticos y teológicos. Para otros, es el sueño definitivo, el no despertarse más, la absoluta oscuridad consciente. Se acabaron los sufrimientos, el padecer, las incertidumbres. Es eso que llamamos comúnmente “el descanso eterno”. La paz multiplicada infinitamente.
Pero el real problema de la muerte radica en la huella que deja el que parte entre los vivos. Mientras más bien hizo o más se necesita su vigencia, más abarcador y lacerante es el impacto de su ausencia física.
Acaba de irse, repentinamente, Jorge Carballé. Graduado de la Escuela de San Alejandro, quien se dedicara dichosamente a la restauración de obras de arte. Desde que éramos colegas en el Museo Nacional de Bellas Artes, lo admiré no solo por sus talentos, laboriosidad y eficacia profesional, sino por su nobleza, su modestia y su alergia a los alambiques frívolos del medio.
Una de sus mejores amigas, la pintora y restauradora Cándida Rodríguez se derrama así en su muro de Facebook:
El gremio de los restauradores de arte y específicamente los especializados en pintura de caballete, están de luto. Ha fallecido Jorge Carballé. Y es uno de los momentos en que le digo al Padre, a la vida, a mí misma, es injusto! Un hombre joven, bueno, padre que no ha terminado de guiar, trabajador. Me ha impactado, me ha conmovido. Lo comparto para cooperar en que todos los que lo conocimos le podamos dedicar los pensamientos bonitos que inspiraba.
Foto cedida por Cándida Rodríguez
Jorge Carballé fue de los precursores en la estampida de
profesionales del Museo Nacional de Bellas Artes en la década de los 90, tras
el derrumbe del muro de Berlín. Recuerdo que los especialistas viajaban a
México por cualquier misión profesional y “desaparecían”. Entre esos estuve yo.
Era una aventura peligrosa porque para entonces el centro de operaciones de la
inteligencia cubana para América Latina radicaba en Ciudad México.Dos semanas después de que Jorge Carballé se esfumara, no recuerdo si en 1991 o 1992, escuché su entrevista por Radio Martí. En palabras diáfanas y sin rebuscamientos, lo cual era el principal rasgo de su carácter, denunciaba el saqueo patrimonial en Cuba, desnudaba las censuras al arte y aludía a los males generales que aquejaban a la sociedad bajo el castrismo. Sus comentarios en aquel momento me conmocionaron. Se hicieron versículo. Por ese trecho habría yo de andar.
Foto cortesía de Ismael Gómez-Peralta
Pero Carballé, además, reencontrados ya en el exilio, se convirtió en uno de mis consultores preferidos a la hora de detectar un “falso” en un proceso de autenticación de obras. Era poseedor de un detector de mentiras en su mirada escudriñadora. Sabía cuándo la capa sobre capa era un simulacro. Desmantelaba las maniobras anticuarias de los falsificadores. Iba al camuflaje del detalle, a lo astutamente adulterado. Te los testificaba con prudencia y discreción. Con tal sentido de modestia y sentimiento de piedad hacia el estafado, que uno no sabía si estábamos en presencia de un restaurador o un sacerdote.
En el plano humano, el pintor Ismael Gómez-Peralta, su entrañable amigo, lo define quizás como mejor debiéramos recordarlo:
…un amigo verdadero, un hombre sencillo, lleno de compasión y tormentos, un gran restaurador, el mejor,,,
En paz descanses, Jorge Carballé. En algún momento nos reencontraremos. Y ten en cuenta, será por tercera vez.